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- Oportunidades y desafíos de las misiones mundiales $ USD
Por M. David Sills
El siglo XXI es una época de desafíos y oportunidades sin precedentes para las misiones mundiales. El ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos fue el primero de los muchos cambios de inmensas proporciones que están restructurando nuestro mundo. La irrupción del terrorismo contra las potencias occidentales, el crecimiento del islam y la creciente preponderancia global de una mayoría de naciones conocida anteriormente como tercer mundo representan desafíos significativos para las misiones cristianas. La novedosa interconectividad mundial debida a la globalización facilita la obra misionera, aunque al mismo tiempo supone un desafío. La urbanización ha dado como resultado que la mitad de la población mundial viva en grandes ciudades. En muchos países del hemisferio sur, más de la mitad de los habitantes vive en la capital del país. El principio de aceleración, que significa que algo no solamente es cierto, sino que es crecientemente verdadero, está exacerbando los cambios. Para poder enfrentarse a los nuevos desafíos, los misioneros y las organizaciones que los envían deben vigilar constantemente las tendencias globales con el objetivo de remodelar sus estrategias y metodologías.
A mediados de la década de 1970, los misioneros comenzaron a utilizar la estrategia de intentar alcanzar grupos de población, en lugar de naciones. Esto condujo a poner el énfasis en los grupos no alcanzados y, más recientemente, en estrategias para entraren contacto con poblaciones en donde nadie estuviera fundando iglesias. Los expertos en misiones llaman a esto «la última frontera»: grupos de población no alcanzados y sin contactar. Llegar a zonas donde no hay testimonio cristiano y donde el gobierno local tampoco da permiso para hacerlo es uno de los desafíos más importantes que enfrentan actualmente las misiones. En promedio, cada año tres países cierran sus puertas a las misiones tradicionales.
mueve hacia el sur, hay también un crecimiento rápido de las iglesias de esa zona. La Iglesia de América Latina, África y Asia ha incrementado el número de cristianos y misioneros, lo cual ha sobrepasado a su hermana mayor, la Iglesia del norte. Los misioneros evangélicos han celebrado este crecimiento con cautela porque, infelizmente, en muchas iglesias del sur, abundan las doctrinas y las prácticas aberrantes. Los primeros misioneros que fueron a esas regiones solían limitarse a alcanzar con el evangelio a un nuevo grupo de gente y, una vez que habían evangelizado un buen número de personas, abandonaban el lugar. Esto llevó a que, con frecuencia, dejaran atrás creyentes sin discipular, pobremente dotados de liderazgo y con iglesias que adoptaban creencias y prácticas sincretistas.
Los misioneros del siglo XXI deben encontrar formas de discipular a quienes tienen maneras diferentes de aprender. Esto requerirá volver a determinadas zonas para entrenar bíblicamente al liderazgo de las iglesias. Un motivo por el cual muchas regiones del mundo no han sido alcanzadas, y que explica por qué muchos pueblos alcanzados se dejaron sin enseñanza, es que esas personas necesitan aprender en forma oral, ya que no saben leer. A menudo, sus idiomas ni siquiera disponen de escritura. Aunque los misioneros están desarrollando métodos para enseñar a ese 70 u 80 % del mundo, actualmente menos del 10 % de todos los recursos de evangelismo y discipulado han sido diseñados para el aprendizaje oral.
El crecimiento de las iglesias del sur ha producido también un emergente movimiento de la obra misionera. Estas iglesias han escuchado el llamado misionero, y sus miembros siguen las instrucciones del Señor para cumplirlo por todo el mundo. El principio bíblico de que aquellos que tienen conocimiento deben instruir a los que no lo tienen significa que deberían desarrollarse programas de entrenamiento misionero para esta fuerza emergente de misiones. Que haya creyentes discipulados y entrenados en todas las culturas del mundo es clave para la existencia de iglesias neotestamentarias sanas y capaces de reproducirse.
La historia moderna de las misiones ha sido testigo de un movimiento pendular que ha ido desde el rechazo frontal a otras culturas hasta su aceptación acrítica. Un equilibrio saludable es aquel que se mantiene fiel a la Palabra de Dios y sensible ante las diferencias culturales, de modo que pueda transmitir la pureza del evangelio de maneras culturalmente apropiadas. Los misioneros que trabajan entre musulmanes o hindúes son los que ven más amenazado este equilibrio, a veces por parte de movimientos extremos que desean ejercer la influencia cristiana y, en ocasiones, por modelos de contextualización acríticos que no destacan suficientemente la exclusividad de Cristo. Las respuestas a estos desafíos no son sencillas, y ninguna estrategia única encajará en todas las culturas y épocas. Podemos estar seguros de que Dios abrirá caminos, pero debemos ser diligentes y fieles sin importar cuáles sean los retos. Los misioneros deben permanecer en la Palabra, con una actitud de oración permanente y siguiendo a Jesús tan de cerca como sea posible, a fin de transitar el camino estrecho a través de un mundo siempre cambiante, llevando las buenas noticias a todas las naciones.
Artículo extraído de la RVR 1960 Biblia de estudio Holman.
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Foto por (Kyle Glenn) en Unsplash
- La Iglesia misionera $ USD
Por Ed Stetzer
«… Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envío»
(Jn. 20:21).
La mayoría de los creyentes captó rápidamente la idea de que Jesús había sido enviado al mundo. Cuando hablaba con Sus discípulos junto al pozo de Samaria, les dijo: «Mi comida es que haga la voluntad del que me envió». En Juan 4–8, catorce veces Jesús se refirió a haber sido enviado por Su Padre, como cuando declaró: «… he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (6:38) y «Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y el Padre que me envió da testimonio de mí» (8:18). Pablo escribió sobre esa misma verdad en Romanos 8:3, al hablar de Dios «… enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado…». Cuando Jesús afirma: «el Padre me ha enviado», no es una sorpresa. La identidad de Jesús como «el enviado» es una de las más fundamentales. La encarnación de Cristo es el hecho más representativo de Su misión como enviado y un modelo para nosotros que lo representamos en el mundo
Los creyentes saben que han sido enviados en una misión al mundo. La palabra «enviado» aparece muchas veces en las epístolas de Pablo, por ejemplo, cuando se menciona a Timoteo y a Tito, a quienes les ha sido confiado el mensaje y la misión. En Hechos, también se habla a menudo de enviar. A Ananías se lo envía a orar por Pablo y abrirle los ojos. Pablo y Bernabé son enviados por la iglesia de Antioquía como misioneros para predicar el evangelio. «Ministrando éstos al Señor, y ayunando, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado. Entonces, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron» (Hch. 13:2-3). La mayoría sabe que Jesús «envió» a algunos, pero no suele considerar la amplitud ni la profundidad de ese acto (comp. Gn. 12:1-3; Ex. 19:5,6; Is. 6:8; Mt. 24:14; 28:18-20; Lc. 24:46-48; Hch. 1:8; 1 P. 2:9-10).
Todo el pueblo de Dios ha sido enviado a una misión; las únicas preguntas son «¿adónde?» y «¿a predicarle a quién?». Por lo tanto, el reino de Dios es una misión, y Él encarga esa misión a la Iglesia. En otras palabras, la Iglesia no tiene una misión, sino que la misión tiene una Iglesia. Algunos son enviados como misioneros a otras culturas (lo que generalmente llamamos «obra misionera»), pero todos hemos sido enviados (llamamos a esto «tener conciencia misionera»). Para entender la profundidad de esta condición de enviados, debemos tener en cuenta que la fuente de nuestra identidad misionera se encuentra en la propia naturaleza de Dios. Tenemos que darnos cuenta de que este acto de enviar es tan propio de la naturaleza de Dios como lo son Su amor, Su perdón, Su justicia o Su santidad, y de ello tenemos ejemplo tras ejemplo en Su Palabra. Si la naturaleza de Dios no incluyera esa disposición a enviar, conoceríamos muy poco del resto de Sus atributos. Sin ella, no veríamos en la creación al «esposo que sale de su tálamo» (Sal. 19:5) y cuya culminación se encuentra en Jesús, quien se presenta «a sí mismo, una iglesia gloriosa» mediante el evangelio (Ef. 5:27).
El acto de Dios por el cual envía es tan tangible como cualquier otro de los atributos divinos, y forma parte de su esencia: el Padre envía a Su Hijo y al Espíritu Santo. El Padre, el Hijo y el Espíritu, en unidad indivisible, envían a la Iglesia. Debemos ser personas con conciencia misionera, debemos vivir como enviados. Nuestra identidad como seres humanos que envían y son enviados está ontológicamente conectada con la propia existencia de la Iglesia. Es decir, así como está relacionada a la naturaleza de Dios, lo está también a la de la Iglesia. Cuando Jesús proclamó: «… Como me envió el Padre, así también yo os envío» (Jn. 20:21), Su mandato representó el acto por el cual comisionó a los discípulos de aquella época. Ese mandamiento se transforma después en la tarea misionera descrita por Pedro en su primera carta: «Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 P. 2:9).
El concepto de una Iglesia misionera supone el reconocimiento de que Dios es un Dios que envía, y nosotros, la Iglesia y los creyentes individuales, debemos vivir como enviados. La Iglesia misionera es modelada por la idea de que todo creyente debe vivir en estado de misión. Ser enviado significa abandonar la seguridad de nuestros edificios eclesiásticos y nuestros hogares cristianos a fin de compartir el evangelio con todos. La naturaleza misionera de la Iglesia nos llama a participar en el trabajo de los misioneros en otras naciones y apoyarlos en su labor de llevar el evangelio por todo el mundo, así como llama a los creyentes con una visión misionera local a mostrar el amor de Cristo por todo su vecindario. Ser enviados es algo inherente a la condición de seguidor de Jesús. Es la forma de ser de Jesús que se manifiesta en nosotros.
No se nos envía solos a las misiones. El pueblo de Dios se une a Él en Su misión. Se nos da tanto el mandato como el poder para que participemos con Él en esa tarea. Sabemos que es así porque Jesús lo prometió: «… he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt. 28:20). Somos enviados a una misión junto con el que envía. Como creyentes, no decidimos si tenemos una misión. La tenemos tanto por nuestro llamamiento como por la propia naturaleza de Dios. La única cuestión es si vivimos o no conforme al llamamiento que hemos recibido. ¿Está nuestra identidad (enviados a una misión) en conformidad con nuestra vida (vivir en la misión)?
Las iglesias misioneras comparten con las personas el mensaje redentor del evangelio. Para hacerlo, la Iglesia imita a Cristo en su compromiso con la misión. Él vino y anunció que serviría a los quebrantados (Lc. 4) y salvaría a los perdidos (Lc. 19:20). A nosotros se nos llama a unirnos a Él en esa misión, y a mostrar y compartir la buena noticia de Jesús al mundo que Él ama. La Iglesia misionera es una que lucha por la verdad.
La Iglesia misionera se relaciona con la cultura de su época y habita en ella, al tiempo que procura permanecer separada de sus pecados y planteamientos pecaminosos. Jesucristo fue un hombre judío del siglo I que se relacionó con creyentes, personas que dudaban, burladores, amigos y enemigos, y sin embargo, nunca pecó. Estuvo verdaderamente en el mundo sin ser del mundo. Podemos relacionarnos con los codiciosos sin volvernos codiciosos, con los odiosos sin volver nos odiosos, y con los orgullosos sin volvernos orgullosos. La presencia de la tentación no debería obstaculizar nuestro vivir misionero. En cambio, debemos ser una comunidad contracultural que sea culturalmente relevante al servicio del reino.
Por último, ser enviado por Jesús así como Él fue enviado por el Padre significa que la semilla del evangelio echará raíces. Esta debe sembrarse en el suelo de la cultura actual, la cual necesita que haya cristianos que se relacionen con ella. La Escritura nos llama a ser sal y luz, y esto requiere presencia y proclamación.
La naturaleza del Padre, que incluye la disposición a enviar, el mandato de Cristo y el otorgamiento de poder por parte del Espíritu crean una Iglesia misionera. Como creyentes, deberíamos deleitarnos en la invitación de Cristo a unirnos a Su pueblo misionero.
Artículo extraído de la RVR 1960 Biblia de estudio Holman.
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Foto por (Aaron Burden) en Unsplash